La sombra del caudillo by Martín Luis Guzmán

La sombra del caudillo by Martín Luis Guzmán

autor:Martín Luis Guzmán [Guzmán, Martín Luis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1929-01-01T05:00:00+00:00


III

El cheque de la «May-be»

A la una de la tarde del día siguiente Ignacio Aguirre se hallaba solo en su despacho de la Secretaría de Guerra. Ignoraba aún las atrocidades cometidas con Axkaná y esperaba que éste viniese en su busca de un momento a otro, según costumbre de los dos amigos a tales horas. Entre tanto, aguardando, meditaba. Tenía el codo apoyado sobre la mesa —libre entonces de papeles—, el puro en la boca, y los dedos de la mano atentos a acariciar, con deleite, la fina epidermis del tabaco.

Poco antes, por la puerta de la antesala, había entrado un oficial del Estado Mayor con la lista de las personas que solicitaban audiencia. Sin leer los nombres ni cambiar de postura, Aguirre había dicho:

—¿Mucha gente?

—Ochenta y nueve, mi general.

—Muy bien; no recibo a nadie.

Minutos después, por otra puerta, el mismo oficial había vuelto a presentarse. Preguntaba ahora si el ministro celebraría acuerdo esa tarde con los jefes de los departamentos pendientes de turno desde hacía dos semanas. Aguirre, impaciente y con destemplanza, había respondido:

—Cuando haya acuerdo lo comunicaré yo. Dígalo así a los jefes que preguntan… Y usted también, ¿a qué hora va a parar de estarme molestando?

Tras de lo cual, en fuga los entes del mundo oficinesco, el ministro de la Guerra había podido seguir, por trecho considerable, el hilo de sus reflexiones.

Éstas no se referían, como pudiera creerse, a los intereses de la República ni a las labores del ministerio. Aguirre sólo pensaba en su situación personal. Esa mañana había creído descubrir la fórmula aplicable a su lucha con Hilario Jiménez, a su conflicto con el Caudillo, y desde entonces no hacía sino entregarse de lleno, con la morbosidad de la idea fija, a los planes que esperaba llevar muy pronto a la práctica.

Quince minutos habrían pasado así cuando apareció por la puerta del pasillo —puesto el sombrero, el bastón en ristre— la figura de Remigio Tarabana.

—¿Hay paso?

Aguirre no se movió de su asiento, no volvió el rostro siquiera. Se contentó con ver de soslayo al visitante, conforme murmuraba entre dientes y puro:

—Hay paso.

Tarabana caminó entonces hasta el centro de la habitación y allí se detuvo. Traía ese aire, medio irónico, medio cínico, que en él quería decir: «Negocio hecho». Luego, en vista de que Aguirre no se dignaba fijar los ojos en él, se acercó hasta la mesa, acentuando al andar la sonrisa y el talante de su buena fortuna.

—¡Vaya una manera —exclamó— de recibir al mejor de los amigos, o, por lo menos, al amigo más útil!

Y trasladando a los actos el énfasis de las palabras, tiró de una butaca, se sentó, puso en la mesa el bastón y el sombrero y se dio a tamborilear sobre cuanto quedaba a su alcance. Aguirre no se movía.

—Pero ¿es que no hablas hoy? —dijo Tarabana; y agregó luego, soliloquiando—: Veremos si habla o no habla.

Sacó su cartera; de ella extrajo un papelito amarillo, que dobló con esmero, en forma que hiciera puente, y en seguida, poniéndolo sobre la mesa y dándole un papirotazo, hizo que viniera a quedar junto a la mano de Aguirre.



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